lunes, abril 03, 2006

Palabras del Papa durante la vigilia de oración en el aniversario del fallecimiento de Juan Pablo II

CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 3 abril 2006 (ZENIT.org).- Publicamos las palabras que dirigió este domingo Benedicto XVI, a las 21,37, hora exacta del fallecimiento de Juan Pablo II, desde la ventana de su estudio, a los peregrinos congregados en la plaza de San Pedro para rezar el Rosario.
¡Queridos hermanos y hermanas! Nos hemos reunido esta noche, en el primer aniversario del fallecimiento del querido Juan Pablo II con motivo de esta vigilia mariana organizada por la diócesis de Roma. Os saludo con afecto a todos los que estáis presentes en la plaza de San Pedro, comenzando por el cardenal vicario Camillo Ruini, y por los obispos auxiliares; pienso en especial en los cardenales, obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y en todos los fieles laicos, en particular en los jóvenes. Verdaderamente toda la ciudad de Roma se encuentra aquí reunida con motivo de este emocionante encuentro de reflexión y de oración. Dirijo un saludo especial al cardenal Stanislaw Dziwisz, arzobispo metropolita de Cracovia, conectado por vídeo con nosotros, que durante muchos años fue fiel colaborador del fallecido pontífice. Ya ha pasado un año desde la muerte del siervo de Dios Juan Pablo II, acaecida casi a esta misma hora --eran las 21,37--, pero su memoria sigue estando particularmente viva, como testimonian los numerosos actos programados en estos días, en todas las partes del mundo. Él sigue estando presente en nuestra mente y en nuestro corazón, sigue comunicándonos su amor por Dios y su amor por el hombre; sigue suscitando en todos, en especial en los jóvenes, el entusiasmo del bien y la valentía de seguir a Jesús y sus enseñanzas. ¿Cómo resumir la vida y el testimonio evangélico de este gran pontífice? Podría tratar de hacerlo con dos palabras: «fidelidad» y «entrega», fidelidad total a Dios y entrega sin reservas a la propia misión de pastor de la Iglesia universal. Fidelidad y entrega que resultaron todavía más convincentes y conmovedoras en los últimos meses, cuando encarnó en sí mismo lo que escribió en 1984 en la carta apostólica «Salvifici doloris»: «el sufrimiento está presente en el mundo para provocar amor, para hacer nacer obras de amor al prójimo, para transformar toda la civilización humana en la "civilización del amor"» (n. 30). Su enfermedad, afrontada con valentía, hizo que todos prestarán más atención al dolor humano, a todo dolor físico y espiritual; dio al sufrimiento dignidad y valor, testimoniando que el hombre no vale por su eficacia, por su apariencia, sino por sí mismo, porque ha sido creado y amado por Dios. Con sus palabras y gestos el querido Juan Pablo II no se cansó de indicar al mundo que si el hombre se deja de abrazar por Cristo, no mortifica la riqueza de su humanidad; si le ama con todo su corazón, no le faltará nada. Por el contrario, el encuentro con Cristo hace nuestra vida más apasionante. Precisamente porque se acercó cada vez más a Dios en la oración, en la contemplación, en el amor por la Verdad y la Belleza, nuestro querido Papa pudo hacerse compañero de viaje de cada uno de nosotros y hablar con autoridad incluso a quienes están alejados de la fe cristiana. En el primer aniversario de su regreso a la Casa del Padre, estamos invitados esta noche a acoger de nuevo la herencia espiritual que nos dejó. Nos estimula, entre otras cosas, a vivir buscando incansablemente la Verdad, pues solo ella puede satisfacer a nuestro corazón. Nos alienta a no tener miedo de seguir a Cristo para llevar a todos el anuncio del Evangelio, que es fermento de una humanidad más fraterna y solidaria. Que Juan Pablo II nos ayude desde el cielo a continuar nuestro camino, permaneciendo dóciles discípulos de Jesús para ser, como a él mismo le gustaba repetir a los jóvenes, «centinelas de la mañana» en este inicio del tercer milenio cristiano. Invocamos por este motivo a María, la Madre del Redentor, por la que él siempre tuvo una tierna devoción. Me dirijo ahora a los fieles que desde Polonia están conectados con nosotros. Unámonos en espíritu con los polacos que se han congregado en Cracovia, en Varsovia, y en los demás lugares con motivo de la vigilia. El recuerdo de Juan Pablo II está vivo entre nosotros y no se disipa el sentido de su presencia espiritual. Que la memoria del amor particular que sentía por sus compatriotas sea siempre para vosotros la luz en el camino hacia Cristo. «Permaneced fuertes en la fe». Os bendigo de corazón. Ahora imparto de corazón a todos mi bendición.

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